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'Tontos e ingenuos': Capítulo 2.- "Un nuevo caos"

  • Foto del escritor: Isabel Sagala
    Isabel Sagala
  • 7 jul 2022
  • 12 Min. de lectura

Actualizado: 18 jul 2022

«El campo de batalla es una escena de caos constante. El ganador será el que controla el caos, tanto el propio como el de los enemigos.» (Napoleón Bonaparte).


"Tienes que venir a mi casa ahora mismo", decía el mensaje de texto que recibí de Adara. Miré la hora y eran apenas las cuatro de la tarde, podía ir y volver antes de que oscureciera. No me sentía seguro en las calles por la noche, podrían robarme mi bicicleta, mis tenis o mi celular. Dinero no; porque no tenía.


No era bueno en peleas físicas, sólo en las verbales y ni tanto porque Ada me había callado la boca varias veces. Podría salir corriendo y huir rápidamente gracias a mi complexión delgada, pero si llegaban a golpearme estaba seguro de que acabaría en el suelo lleno de sangre. No es que me haya pasado antes.


Me la pensé dos veces antes de ponerme de pie y tomar mis llaves, tenía una ligera noción de lo que planeaba Adara. Quería sacarme de mi zona de confort y llevarme a territorio enemigo. Dijo que quería verme para pasarme los apuntes de la clase a la que deliberadamente falté. Usó eso como excusa, pero estaba seguro de que tenía la intención de molestarme hablando de su repentino novio. Y yo no lo merecía. No merecía escuchar de alguien a quien no conocía y no me importaba conocer. No merecía ser atacado por ella y obligarme a mí mismo a mantenerme tranquilo. No era justo, ella debía sufrir también.


Imaginé en mi mente cómo quitarle la risa. ¿Cómo arrebatarle la arrogancia y su descaro? Imaginé todas las frases que podría recitar para enojarme e imaginé mil respuestas para el golpe regresar. Pero, cuando salí de casa y me monté en la bicicleta, sentí que me estaba dirigiendo a una trampa, una en la que caería irremediablemente. Lo sabía, estaba consciente, a pesar de lo que pudiera suceder, estaba determinado a conseguir la victoria.


Durante el viaje en bicicleta, pensé en mi amistad con Ada. Tantos años, tanta agonía mezclada con lirios -sus flores favoritas-, pero nunca me di cuenta de que yo era un ave enjaulada. No era culpa suya, al menos no del todo, yo era el responsable de mi propia estabilidad, lo sigo siendo. Nunca estuve bien del todo y ella tampoco, así que si me sentía cautivo a su lado era problema mío. Si me sentía desanimado o acomplejado era problema mío. Si me sentía extraño y ridículo era problema mío.


Porque no puedes culpar a otros por tus sentimientos.


Paré en seco, suspiré y comencé a pedalear con más fuerza, esperando que mis problemas no me alejaran de mi objetivo. Y que al estar a su lado ya no pudiera sentir. Quería escapar de la jaula y, si para salir tenía que destruirla. Lo haría.



—¿Estás bien, pequeño Noah? —Creí escuchar la voz de Adara al abrirse la puerta de su casa, estuve a punto de reclamar cuando noté que era su madre. Adara era la viva imagen de ella en su juventud e incluso sus voces eran parecidas. Era como un clon de ella, aunque por supuesto su madre era más atenta y amable conmigo, me llamaba 'pequeño Noah' desde la primaria, cuando Ada me ganaba en altura por exactamente quince centímetros. Había crecido bastante desde entonces; Adara me llegaba a los hombros con todo y plataformas, pero eso no evitaba que su madre siguiera llamándome así.


Hasta aquel momento todo estaba bien. Mi cabeza no era un lío como de costumbre y no me sentía tan nervioso. Debía seguir así aunque estuviera a solas con Ada. Estaba seguro de que todo saldría bien.


Entonces, Adara apareció detrás de su madre dándole un ligero susto. "¿A quién le dices pequeño?", cuestionó malhumorada y me jaló del brazo hasta su habitación que se encontraba en la planta alta. Miré hacia atrás y su madre se despedía de mí con la mano, yo sonreí de lado y le devolví el gesto con mi mano libre. Sabía que aquella paz no duraría mucho.


—A partir de ahora olvídate de mi mamá insoportable y presta atención —dijo Adara en un tono autoritario muy usual en ella—. No puedo creer que te hayas ido a casa así nada más —continúo después con una notable molestia en su voz—. Y justo después de decirme aquello —la escuché algo triste, pero tal vez fue mi imaginación—. Cobarde —musitó finalmente con rabia.


"¿En serio?", pensé para mis adentros. En primer lugar ella fue la que comenzó a jugar sucio. Además, nunca antes había sido tan valiente, no es que fuera un cobarde antes, pero como todo ser humano tenía principios -como el de no insultar-, y uno de ellos era no seguirle el juego. Porque si todo el mundo veía como éramos realmente, la reputación de ambos se iría al carajo.


—¿Puedes detenerte? —pregunté antes de que se le ocurriera seguir hablando—. Vine por los apuntes y si se puede algo de comer, no a escuchar tus reclamos.


—Cuando decidiste venir estabas al tanto de las consecuencias, ¿pensaste que no te diría nada después de avergonzarme frente a toda la escuela? —inquirió indignada—. Te atreves incluso a pedirme los apuntes después de faltar a clase sin razón, ¡y hasta pides comida!


—Dudo que toda la escuela pueda caber en el pasillo —dije haciéndole notar lo exagerada que estaba siendo—. Además, tengo hambre —agregué con seriedad, pues había ido sin comer.

Ella tomó un cuaderno de su escritorio y me lo arrojó en la cara. No tuve tiempo de esquivarlo, me agaché para recogerlo con el rostro adolorido. Estuve a punto de arrojárselo de vuelta, pero estaría perdiendo la batalla.


-—Cuando pasaste de ser el 'pequeño Noah' al 'grandísimo idiota' que eres ahora? —preguntó irritándome un poco.


—Pues, desde esta mañana —respondí con franqueza. De hecho me arrepentí de no haber sido así antes.


Me acerqué a ella y saqué la silla de su escritorio. Me senté colgando mi mochila en el respaldo y busqué mi cuaderno. Cuando lo encontré me dispuse a copiar los apuntes de la clase, ante la mirada furibunda de Ada.


Comenzó a decir otro montón de cosas, pero su voz no llegaba bien a mis oídos. Se oía remota y algo lejana, me pasaba eso cada vez que ponía toda mi atención en una actividad, usualmente peleábamos por ello, fue por eso mismo la discusión del día anterior. Los videojuegos lograban desconectarme fácilmente de la realidad, cuando empezaba la partida todo perdía importancia, todo dejaba de ser tangible. Mis pupilas zigzagueaban absortas por la pantalla, las yemas de mis dedos presionaban los botones sin parar, mis oídos esperaban alertas cualquier disparo o notificación y, mi mente se hallaba enfocada en la victoria.


Un portazo me hizo girar el rostro, aparentemente Adara había salido de la habitación, no podía permitirme el sentir culpa, en vez de ello esperaba que volviera con un poco de comida. Aunque, tomando en cuenta la fuerza que empleó para cerrar la puerta, veía poco probable que eso pasara. Sin embargo, al transcurrir unos minutos, Ada entró al cuarto con un plato lleno de algún tipo de estofado. Olía delicioso, aunque se notaba que eran sobras, de cualquier forma no tenía de que quejarme.


—Si ensucias, limpias —me advirtió antes de salir nuevamente y cerró la puerta con delicadeza.


Parecía que el enojo se le había disipado un poco, aún así no debía bajar la guardia. Adara era un caos intermitente, solía recordarme a las luces navideñas defectuosas que se encendían y apagaban abruptamente al más leve tacto. Pero, al igual que ellas, Ada podía apagarse por mucho tiempo, hasta que al final dejaba de funcionar. Tuve que ponerle repuestos varias veces y creo que no usé los colores adecuados, pues cada vez se parecía menos a la Adara original. Debo admitir que en ocasiones me planteé que era mucho mejor desconectarla y comprar luces nuevas, más brillantes, más bonitas. Sabía en el fondo que no era capaz de hacerlo, por más hermosas que fueran nunca serían aquel misterioso destello al final del túnel. Ella sí que lo era; por más miedo que le tuviera a lo desconocido, por más que mis piernas se negaran a avanzar y que mi cuerpo temblara al saber que una vez cruzado el umbral todo terminaría... mi alma al borde de la extinción se arrastraría hacia ella.


Ada regresó al cuarto más rápido que la primera vez, sostenía un vaso lleno de refresco y hielos que tintineaban contra el vidrio. Lo dejó en el escritorio lejos de los cuadernos y colocó una servilleta debajo, yo estaba a punto de terminar de pasar los apuntes cuando ella me arrebató el bolígrafo de la mano dejando un rayón sobre la hoja. Esto obviamente me irritó, pero estaba cansado, hambriento y un poco frustrado por no entender del todo los apuntes que estaba copiando. Ya los decifraría por la noche en casa después de jugar un poco para despejar mi mente.


—Se está enfriando —dijo refiriéndose a la comida—. ¿No te estabas muriendo de hambre? —me atacó.


No le contesté. Cerré las libretas y las puse a un lado. Acerqué el plato de comida y comencé a comer sin voltear a ver su rostro. La comida, a pesar de estar un poco revuelta y seguramente servida con furia, estaba sin exagerar deliciosa, era eso o tenía mucha hambre. Supe al probarla que Ada había preparado aquel platillo, su madre era buena y dulce, pero tenía mal sazón. En el pasado, la familia de Adara solía salir bastante y casi siempre estaban fuera de casa, me llevaban de paseo muy seguidocon ellos y creo que finalmente, ella se terminó por acostumbrar a no pisar la cocina. Cuando el padre de Adara comenzó a engañar a su madre con otra mujer, el dinero disminuyó al igual que las salidas. También disminuyó la inocencia y el carisma de Adara, así como nuestras risas y nuestra felicidad. De ese modo, su madre se vio obligada a preparar el desayuno, almuerzo y cena todos los días de la semana, y dada la poca experiencia que tenía era de esperarse que sus comidas no fueran de lo mejor. Esto no evitó que su padre las denominara como asquerosas e ingeribles, desatando por supuesto acaloradas discusiones en las cuales estuve presente en más de una ocasión. Adara lloraba, su madre lloraba y yo también hacía lo mismo, mientras su padre salía de la casa furioso. Nunca le conté a mis padres de esas peleas, pues temía que me prohibieran visitar a Ada.


Cuando me comí más de un cuarto del plato, Ada me arrebató la cuchara con la misma facilidad con la que me había quitado el bolígrafo, salpicando así, algo de comida en el escritorio y en mi camiseta. Aquello, más que irritarme, me sorprendió un poco.


Me giré a verla un tanto acongojado, tragué saliva tratando de pasarme con ella mis palabras, no es que estuviera aturdido, estaba más bien cansado, harto y triste. Porque aquella chica frente a mí podría ya no ser mi amiga.


—Te ruego aceptes mis disculpas —dije de manera solemne para molestarla—, por cualquier cosa absurda que te haya hecho enfadar —terminé, dando a entender nuevamente que estaba actuando de forma exagerada.


—Juguemos a las escondidas —sugirió al tiempo que sus ojos relampaguearon como un rayo. Y la verdad es que sí temí un poco, más por costumbre que por verdadero temor. De cualquier modo, el estremecimiento que me abordó fue capaz de inmutarme por un segundo.


—Ya... ya no somos niños —le dije fingiendo ser fuerte y valeroso, fingiendo haberlo superado y fingiendo no recordar. Por supuesto, mi trémula voz y aquella pausa involuntaria me delataron vergonzosamente.


—Dije que juguemos a las escondidas —repitió con un tono autoritario y tomándome por los hombros. Estaba claro que aquello ya no era una sugerencia, se trataba de una orden—. Aún recuerdas las reglas, ¿no? —espetó de forma amenazadora.


—Sí —contesté por lo bajo—, aún las recuerdo —confesé a modo de rendición, pues no había modo de olvidar aquello y con los años me di cuenta de que tampoco había manera de superarlo. Las escondidas para nosotros, no eran un simple juego de niños sino una demostración de poder. Un desquite, una vía para desahogarse, el escape de la furia o rabia reprimida. Si te encontraban, no sólo perdías el juego, también perdías un poco de dignidad.


Adara aprendió el juego por parte de su madre, quien buscaba desesperadamente, distraer a su pequeña de la cruda realidad; le enseñó que ganar era sobrevivir. El juego no era nada divertido, si su madre resultaba victoriosa eso significaba que Adara había perdido y en aquel entonces el que 'buscaba' era su padre. Si Ada ganaba, era su madre la que salía con moretones. Ninguna de las dos podía sentirse culpable por la derrota de la otra, sabían que si no era una, serían las dos. Y entonces nadie podría ayudarlas.


La primera vez que Adara me enseñó a jugar no pude regresar a casa. Su madre se disculpó conmigo he hizo lo posible para curar mi herida en la cabeza, logró que dejara de sangrar y bajó la inflamación. Volví a casa con mi capucha puesta y tuve que usar sudadera toda la semana, afortunadamente debido a la mala relación que tenía con mis padres desde pequeño, bastó con decir que era mi favorita para que no hicieran más preguntas y no intentaran quitármela. Después de eso, Ada procuraba no dejarme marcas visibles y me obligó a guardar el secreto, advirtiéndome que de lo contrario ya no seríamos amigos. Obviamente no dije nada.


Jugamos muchas veces hasta que crecí y finalmente fui más alto que ella, ganándole por una cabeza de estatura. Pienso que se imaginó que un día me defendería e invertiría los papeles. Pero yo no me atrevería a ponerle una mano encima; no me educaron así, nunca se me ocurrió que podría regresarle los golpes y liberarme de su crueldad, incluso si yo era más alto y más fuerte que ella, si era su deseo seguir jugando yo hubiera aceptado. Seguiría escondiéndome y esperando lo peor, pues siempre que el juego terminaba Ada cambiaba de actitud -quizá debido a la culpa-, se disculpaba conmigo, me abrazaba y decía que seríamos mejores amigos, hasta que el sol explotara o la luna se cayera. Yo le decía que un meteorito era más probable, entonces reíamos e íbamos a comer la insípida comida que su madre nos preparaba.


Cuando éramos niños olvidábamos más rápido, con el pasar de los años noté que en realidad no era olvido; sino perdón. Antes podíamos perdonarnos cualquier cosa, podía perdonar incluso que me partiera la cabeza en dos, pero conforme crecía se me hacía más difícil perdonarla, a pesar de que ya no me lastimaba tanto físicamente. Quizá porque esperaba que fuera más consciente, más empática y madura. Espera que fuera todo lo que yo no era. Que de algún modo su caos interno encontrara un orden, una solución y tal vez ella podría ayudarme con el mío. Pero, la realidad fue diferente a lo que esperaba, yo tenía que ayudarla a ella y claramente no estaba capacitado para eso.


Tuve el impulso en ese entonces de rogarle que reaccionara, que volviera a ser quien era, que me ayudara a mí, pues era yo al que el caos finalmente había alcanzado y por ello mis acciones, así como mis palabras se estaban descontrolando. Pero aquel no era el momento para resolver situaciones inconclusas de la vida.



—¡Pequeño Noah! ¿Dónde estás? —me llamaba Ada desde arriba, una vez que hubo terminado de contar. De niños evitaba esconderme en el sótano porque la oscuridad me inquietaba, pero ahora estaba metido detrás de unas cajas polvorientas rodeado de la más profunda oscuridad, aquella que sólo un sótano descuidado y tenebroso te puede brindar. Esperaba que fuera lo suficientemente oscuro para que ella no me viera, para que no me encontrara incluso si encendía la luz.


No era necesario que me advirtiera, sabía bien lo que pasaría si me encontraba, intentaría atacarme con cualquier cosa que se encontrara en su camino. Eso solía hacer, por ello siempre me ocultaba en lugares donde no hubiera nada que pudiera usar para golpearme. En ese sótano había muchas cosas, pero ya no tenía el mismo miedo que antes. Ya no era un niño.


Aquella noción que tenía de que sería reprendido, el estar oculto deseando no ser encontrado jamás y el desagradable latido acelerado de mi corazón; todo me daba una sensación de familiaridad alarmante. Me hallaba atrapado entre las cajas, sofocándome con los recuerdos y un bochorno se apropió de mi cuerpo concentrándose en mi rostro. ¿Estaba mal sentirse bien por ello? Me sentí algo enfermo al no poder evitar considerar ese momento como algo emocionante. Estaba tan avergonzado por el efecto que me producía, que creí que mis mejillas explotarían ardiendo en llamas.


—¿Ya te dije lo molesta que estoy el día de hoy? —preguntó Adara, al tiempo que abría la puerta del sótano. En ese instante dejé de respirar y me llevé las manos al rostro en un desesperado intento de ocultarme aún más.


Esperé quieto, encogido, rogando con todas mis fuerzas que se marchara. Pero, por la seguridad que cargaba en su voz, puede que tuviera la certeza de que iba a encontrarme ahí.

Lo más fácil hubiera sido salir y rendirme, mas el resultado quizá habría sido el mismo. Me volvería a llamar cobarde y me arrojaría algo al rostro.


Adara no aceptaría darme concesión alguna. En nuestra guerra no había acuerdos ni treguas, no había alianzas ni rendiciones. Ganaría únicamente quién lograra mantenerse con vida. No existía la cortesía, tampoco la piedad.


Aun así, sumergido en la polvorienta oscuridad del sótano, estaba seguro de que Adara no me encontraría, por más certera que fuera. No obstante, cuando leves destellos de luz se filtraron a través del cartón y escuché el característico crujir de la madera vieja cada vez más cerca de la muralla de cajas que me resguardaba, algo nuevo en mi cuerpo me llamó la atención: era deseo. Lo peor, era que no sabía si era el de querer salir volando del lugar o, el de salir de mi escondite, ver su colérico rostro y enfrentarme a ella.


De pronto me sentí ansioso, no quería ser descubierto y al mismo tiempo, me poseía el extraño impulso de exhibirme. De hacer a propósito un pequeño movimiento, de exhalar todo el aire que me había obligado a retener y ver, si de casualidad, ella lograba hallarme y tal vez... darme un merecido castigo.


Vaya, sí que estaba enfermo.




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